El vuelo nupcial y la llegada del invierno.
En las mejores colmenas hay en promedio de 400 a 500 abejas machos, zánganos, que no trabajan y que son alimentados con la miel de la colmena. En las colmenas degeneradas pueden haber varios miles. Nunca se ha visto a una reina copulando dentro de la colmena; la reina es ignorada por los zánganos aunque a veces pase por el lado de ellos, quizás no sospechan de quién se trata. Los zánganos no contribuyen en nada a la colmena, más bien estorban, se comen las provisiones y defecan dentro; las pobres obreras son las encargadas de limpiar. Cada día, entre las 11 y las 3 de las tarde, salen las hordas de zánganos en su diaria búsqueda por una reina. La reina que se apresta a su vuelo nupcial espera y escoge el día: debe ser un día soleado, por la mañana.
Cuando está decidida, sale y entra reiteradamente hasta memorizar el lugar donde se encuentra la colmena. Por fin, alza el vuelo, perfectamente vertical hacia el cénit. Muy pronto varios miles de zánganos, de colmenas próximas y de la propia, se juntan en una sola horda y empiezan a seguirla; mientras suben, algunos van quedando rezagados y desaparecen, son cada vez más los que renuncian, fatigados y al final sólo quedan unos pocos; finalmente, la reina ya un poco cansada es atrapada por el más resistente de ellos, quien la abraza y la penetra durante un minuto, en un baile espiral y ascendente, a una altura mayor que la de las aves para no ser molestada o para que no ocurra ningún imprevisto. Un minuto y el abdomen del macho se entreabre; el zángano, muerto en pleno éxtasis, cae en espiral desde las alturas. El autor hace notar la compensación que existe, cuando relaciona el sacrificio de la colmena a los machos, con el del macho por la colmena en el momento del vuelo nupcial.
La explicación fisiológica de tan bella y simbólica cópula es que el órgano del macho está diseñado para penetrar a la hembra únicamente en el espacio, o sea volando, y por lo tanto es imprescindible que en su vuelo ascendente dilate completamente sus dos sacos traqueos; esas dos grandes vejigas se llenan de aire e “impelen las partes bajas del abdomen”, permitiendo la energización del órgano.
La reina vuelve a la colmena, con el falo todavía incrustado y parte de las entrañas del zángano. Se detiene en el umbral, acompañada por un no muy abundante batallón, comenzando en seguida a deshacerse de lo que quedó del macho. Ninguna agitación particular se observa entre las abejas, a menos que el vuelo nupcial haya sido el de una reina recién emigrada, con la colmena recién empezada. Dos días después del himeneo la reina empieza a poner huevos; recién en esos momentos es cuando las obreras vuelven a prodigarle todo su cariño y preocupación. La reina permanece fértil hasta apenas un tiempo antes de su muerte.
Sin embargo, los perezosos zánganos siguen en la colmena; se comen la miel, defecan en el piso, estorban el paso de las trabajosas obreras y hacen un ruido insoportable; siguen saliendo a mediodía a revolotear y dormirse entre las flores volviendo con hambre a eso de las tres de la tarde, luego comen y se van a dormir, calentitos al interior. El autor hace una analogía del regreso de Ulises por Penélope.
Algo raro ocurre, a los pocos días de fecundada la reina, revolotea un aire asesino por los colmenares del apicultor y comienza la matanza de zánganos en las colmenas más prósperas. Ese día las obreras no salen a trabajar sino que preparan sus aguijones para la matanza; grupos de tres o cuatro obreras atacan a cada zángano, le clavan sus aguijones envenenados, les cortan las alas, les fracturan las patas,… los pobres zánganos, desprovistos de aguijón, resisten, tratan de agruparse o simplemente huyen. Los cadáveres de los zánganos son retirados de la colmena, los zánganos todavía vivos, agrupados dentro, son vigilados por las guardianas que les impiden cualquier movimiento por lo que pronto perecen de hambre, los que salieron de la colmena vuelven al atardecer encontrándose con una barrera infranqueable de abejas guardianas en el umbral; a la mañana siguiente, la mayoría de los zánganos que esperó en el umbral están muertos.
De esta manera cruel, la colmena se convierte en un perfecto matriarcado de Amazonas (según el mito griego de las mujeres amazonas guerreras), pues no sobrevive ningún zángano dentro de la colmena. Las colmenas un poco más pequeñas imitan esta iniciativa al día siguiente; sólo las más pequeñas, con una abeja reina ya vieja, los conservan, con la esperanza de que una nueva reina nazca y sea fecundada; cuanto más decae una colmena de abejas, más zánganos alimenta.
A veces la naturaleza se comporta de una manera extraña; de los 1000 zánganos que en promedio tienen las colmenas, solamente uno será en cierto modo útil; lo extraño es que la naturaleza sea pródiga con esos seres tan perezosos y bien alimentados: les ha dado casi el doble de ojos que a las obreras, y casi siete veces más cavidades olfativas en sus antenas; sin embargo, los ha castigado al no otorgarles un aguijón. Aquellas ventajas comparativas no le sirven de nada puesto que no salen a recolectar y más bien se alimentan de la miel de la colmena.
Después de la matanza de los ociosos, la actividad de la colmena se reanuda, pero con menos efervescencia que en la primavera; las fiestas disipadoras de la abundancia y las migraciones han terminado y el invierno ya se adivina. El néctar de otoño es recolectado, almacenado y sellado. La colmena poco a poco empieza a adormecerse, muchas obreras se pierden y mueren al acortarse los días y al llegar las primeras y sorpresivas lluvias. “Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecido ochenta o cien libras de miel, y las más maravillosas dan a veces doscientas, que representan enormes capas de luz licuada, inmensas capas de luz licuada, inmensos campos de flores, visitadas, una por una, mil veces cada día”. El apicultor reparte panales de las mejores colmenas en las más empobrecidas.
Finalmente llega el invierno, la razón de ser de tanto ajetreo y trabajo, pues las abejas sobreviven a la nieve y logran mantener al interior de la colmena temperaturas primaverales. Y lo logran formando el curioso racimo, o cono suspendido, donde todas protegen a la reina y se pasan la miel de boca en boca, de pata en pata. Cuando las abejas más superficiales del racimo sienten demasiado frío, una capa del interior se sale para reemplazarlas, adentrándose las frías abejas en el calor del grupo. Así, cuando la temperatura al interior de la colmena desciende, las abejas baten sus alas hasta alcanzar la temperatura deseada: “esa primavera secreta (en pleno invierno) emana de la hermosa miel que no es más que un rayo de calor antes transformado, que ahora vuelve a su primitiva forma (calor)”.
En las mejores colmenas hay en promedio de 400 a 500 abejas machos, zánganos, que no trabajan y que son alimentados con la miel de la colmena. En las colmenas degeneradas pueden haber varios miles. Nunca se ha visto a una reina copulando dentro de la colmena; la reina es ignorada por los zánganos aunque a veces pase por el lado de ellos, quizás no sospechan de quién se trata. Los zánganos no contribuyen en nada a la colmena, más bien estorban, se comen las provisiones y defecan dentro; las pobres obreras son las encargadas de limpiar. Cada día, entre las 11 y las 3 de las tarde, salen las hordas de zánganos en su diaria búsqueda por una reina. La reina que se apresta a su vuelo nupcial espera y escoge el día: debe ser un día soleado, por la mañana.
Cuando está decidida, sale y entra reiteradamente hasta memorizar el lugar donde se encuentra la colmena. Por fin, alza el vuelo, perfectamente vertical hacia el cénit. Muy pronto varios miles de zánganos, de colmenas próximas y de la propia, se juntan en una sola horda y empiezan a seguirla; mientras suben, algunos van quedando rezagados y desaparecen, son cada vez más los que renuncian, fatigados y al final sólo quedan unos pocos; finalmente, la reina ya un poco cansada es atrapada por el más resistente de ellos, quien la abraza y la penetra durante un minuto, en un baile espiral y ascendente, a una altura mayor que la de las aves para no ser molestada o para que no ocurra ningún imprevisto. Un minuto y el abdomen del macho se entreabre; el zángano, muerto en pleno éxtasis, cae en espiral desde las alturas. El autor hace notar la compensación que existe, cuando relaciona el sacrificio de la colmena a los machos, con el del macho por la colmena en el momento del vuelo nupcial.
La explicación fisiológica de tan bella y simbólica cópula es que el órgano del macho está diseñado para penetrar a la hembra únicamente en el espacio, o sea volando, y por lo tanto es imprescindible que en su vuelo ascendente dilate completamente sus dos sacos traqueos; esas dos grandes vejigas se llenan de aire e “impelen las partes bajas del abdomen”, permitiendo la energización del órgano.
La reina vuelve a la colmena, con el falo todavía incrustado y parte de las entrañas del zángano. Se detiene en el umbral, acompañada por un no muy abundante batallón, comenzando en seguida a deshacerse de lo que quedó del macho. Ninguna agitación particular se observa entre las abejas, a menos que el vuelo nupcial haya sido el de una reina recién emigrada, con la colmena recién empezada. Dos días después del himeneo la reina empieza a poner huevos; recién en esos momentos es cuando las obreras vuelven a prodigarle todo su cariño y preocupación. La reina permanece fértil hasta apenas un tiempo antes de su muerte.
Sin embargo, los perezosos zánganos siguen en la colmena; se comen la miel, defecan en el piso, estorban el paso de las trabajosas obreras y hacen un ruido insoportable; siguen saliendo a mediodía a revolotear y dormirse entre las flores volviendo con hambre a eso de las tres de la tarde, luego comen y se van a dormir, calentitos al interior. El autor hace una analogía del regreso de Ulises por Penélope.
Algo raro ocurre, a los pocos días de fecundada la reina, revolotea un aire asesino por los colmenares del apicultor y comienza la matanza de zánganos en las colmenas más prósperas. Ese día las obreras no salen a trabajar sino que preparan sus aguijones para la matanza; grupos de tres o cuatro obreras atacan a cada zángano, le clavan sus aguijones envenenados, les cortan las alas, les fracturan las patas,… los pobres zánganos, desprovistos de aguijón, resisten, tratan de agruparse o simplemente huyen. Los cadáveres de los zánganos son retirados de la colmena, los zánganos todavía vivos, agrupados dentro, son vigilados por las guardianas que les impiden cualquier movimiento por lo que pronto perecen de hambre, los que salieron de la colmena vuelven al atardecer encontrándose con una barrera infranqueable de abejas guardianas en el umbral; a la mañana siguiente, la mayoría de los zánganos que esperó en el umbral están muertos.
De esta manera cruel, la colmena se convierte en un perfecto matriarcado de Amazonas (según el mito griego de las mujeres amazonas guerreras), pues no sobrevive ningún zángano dentro de la colmena. Las colmenas un poco más pequeñas imitan esta iniciativa al día siguiente; sólo las más pequeñas, con una abeja reina ya vieja, los conservan, con la esperanza de que una nueva reina nazca y sea fecundada; cuanto más decae una colmena de abejas, más zánganos alimenta.
A veces la naturaleza se comporta de una manera extraña; de los 1000 zánganos que en promedio tienen las colmenas, solamente uno será en cierto modo útil; lo extraño es que la naturaleza sea pródiga con esos seres tan perezosos y bien alimentados: les ha dado casi el doble de ojos que a las obreras, y casi siete veces más cavidades olfativas en sus antenas; sin embargo, los ha castigado al no otorgarles un aguijón. Aquellas ventajas comparativas no le sirven de nada puesto que no salen a recolectar y más bien se alimentan de la miel de la colmena.
Después de la matanza de los ociosos, la actividad de la colmena se reanuda, pero con menos efervescencia que en la primavera; las fiestas disipadoras de la abundancia y las migraciones han terminado y el invierno ya se adivina. El néctar de otoño es recolectado, almacenado y sellado. La colmena poco a poco empieza a adormecerse, muchas obreras se pierden y mueren al acortarse los días y al llegar las primeras y sorpresivas lluvias. “Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecido ochenta o cien libras de miel, y las más maravillosas dan a veces doscientas, que representan enormes capas de luz licuada, inmensas capas de luz licuada, inmensos campos de flores, visitadas, una por una, mil veces cada día”. El apicultor reparte panales de las mejores colmenas en las más empobrecidas.
Finalmente llega el invierno, la razón de ser de tanto ajetreo y trabajo, pues las abejas sobreviven a la nieve y logran mantener al interior de la colmena temperaturas primaverales. Y lo logran formando el curioso racimo, o cono suspendido, donde todas protegen a la reina y se pasan la miel de boca en boca, de pata en pata. Cuando las abejas más superficiales del racimo sienten demasiado frío, una capa del interior se sale para reemplazarlas, adentrándose las frías abejas en el calor del grupo. Así, cuando la temperatura al interior de la colmena desciende, las abejas baten sus alas hasta alcanzar la temperatura deseada: “esa primavera secreta (en pleno invierno) emana de la hermosa miel que no es más que un rayo de calor antes transformado, que ahora vuelve a su primitiva forma (calor)”.
3 comentarios:
Un gustazo un trancazo
OH! LA NSASATURALEZA QUE TIENE SUS COSAS.
POR ESO NUNCA HE QUERIDO SER UN SANGANO. SAFA!
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